Una de las cosas que suele suceder cuando viajamos es que en ocasiones lo hacemos como viajeros, y otras como turistas. En esencia, quiero decir. La realidad muestra que todo viaje, por mero itinerario, por causa de trabajo, por estudio, por guerra -de estos últimos se celebran muchos de década y media a esta parte desde Europa, ya sea como soldado, periodista, médico... ingeniero, bombero, policía, empresario, religioso, químico, vendedor o las mil razones que sean-, o las más variadas razones, o todo "tour", tienen de ambas facetas.
Si bien, impera una de ellas en nuestros viajes por lo general, siendo así que cuando nos dirigimos a un lugar con un fin concreto, diferente de conocerlo sin más, hacemos turismo si las circunstacias nos lo permiten, pero solemos estar centrados más en la razón que nos lleva allí que en las circunstacias que acompañan el evento.
Eso es singular, pues suele darse el caso de que cuanto menos deseable sea ir a un lugar, mayores vicisitudes es posible que acompañen el trayecto. Ya nos destinen de profesor a una universidad centroamericana, nos mande la empresa a visitar a un cliente a Laos, o haya fallecido nuestro rico -lo califico de rico para que la herencia asegure que vayamos- tío Facundo legándonos un loquesea en Daguestán.
Existe también el viajero de afición, que suele encontrarse en lugares exóticos, y que busca una manera de recorrer el mundo diferente de los habituales usos vacacionales de la mayoría de la gente, convirtiéndose en un turista que viaja -sobre estos hay una interesante anécdota al final del mensaje-, como existe el turista al uso, que lo quiere todo fácil, cómodo y sin complicaciones, pero al que una tsunami, un golpe de estado o un motor de avión mal revisado convierten en el más arrojado de los aventureros.
Como hay tardes en las que salimos de casa para dar una vuelta y tardamos mucho en regresar, y conocemos lugares, personas o situaciones que convierten el paseo en una experiencia, en un viaje.
Anécdota anunciada:
Un amigo mío que vivió cinco en Indonesia como diplomático, en la ciudad de Djakarta, se desplazó en uno de sus viajes a un lugar remoto, en el que apenas había turistas, y donde podía verse a holandeses -Indonesia fue colonia holandesa hasta poco después de la SGM- y británicos -de esos hay vayas a donde vayas-, que se paseaban en pantalón corto y con sombrero de intrépido aventurero.
Mi colega, que iba de turismo sin más -ni menos, porque le picó un bicho muy chungo- observó que en un pseudobar de una aldea tenían colocado un plato con arañas bastante grandes, muertas y fritas -no necesariamente por ese orden- con un palillo cada una de ellas, expuestas a modo de tapa para ser deglutidas por quien tuviera apetito. Él me asegura que vio a un inglés comerse una, entera, la masticó y la tragó, y pasó rato, así que le llegó hasta las tripas.
Jesús preguntó a los lugareños acerca de la particular vianda que allí se degustaba, siendo informado por el dueño del establecimiento de que jamás en su vida había comido una araña ni la comería aunque le matasen, que nunca había visto comer, ni oído que lo hiciera, nadie de su pueblo, de su comarca ni aún de su país todo. Pero que la picaresca había llevado a los naturales de aquel lugar a colocar esta singular presa ante los "viajeros" germánicos de sonrosadas carnes y fría mirada que deseaban hacer "lo verdaderamente auténtico" de aquel lugar, como Delaquadra Salcedo cuando comía gusanos y similares.
Y no por burla ni maldad, sino por dinero, que mucha falta les hacía, y no teniendo mucho más que ofrecer a las visitas, idearon lo arriba expuesto,
Es cierto que la migala (tarántula gigante) se come en Sudamérica por los indios, pero es que la migala es tan desmedidamente grande que a mí, que me dan mucho zúto las arañas, no me parece ni araña siquiera, casi es más una centolla. He visto a Rodríguez de la Fuente comerse las patas de una y ni siquiera daba "cosa". Pero las que contaba mi amigo sí, esas daban mucho yuyu.
Fer