Nací a la tierna edad de nueve meses, tras haber sido un hermoso embrión y más tarde un simpático feto que divertía a chicos y grandes con sus pataditas y los antojos que provocaba en mi mami, que ahora tiene 84 años y fuma de haberme tenido que aguantar como hijo único vocacional que soy durante medio siglo.
Nací en mi casa, y fui de los últimos en mi pueblo porque uno o dos años después eso de nacer en casa fue suprimido y las mamás embarazadas empezaron a ser llevadas a hospitales de Pamplona (Navarra) a parir.
Por suerte cuando nací mi madre estaba en casa, sino… en fin, las cosas de partos y demás son un misterio para mí. Sólo sé que nací en la misma cama que mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, y así hasta hace mucho tiempo.
De niño me preguntaban a veces que qué quería ser de mayor, y mi respuesta era siempre “no”. Me refería a que yo no quería ser mayor, ni volverme arrugado, viejuno y canoso o calvo como las personas que me preguntaban eso. Entonces me matizaban que en qué quería trabajar de mayor, y me subía al regazo de mi abuela Sebastiana aterrorizado, porque yo jamás he querido trabajar en nada.
Nunca he sabido de dónde soy, porque en Cataluña me dicen que soy catalán, en Euskadi algunos me dicen que soy vasco, en Navarra unos me dicen que soy vasco y otros que soy español; y fuera de España procuro mantener la boca cerrada ante desconocidos para evitar que me pregunten si soy italiano o portugués, salvo si hablo en catalán en cuyo caso me dicen que soy español (eso me pasaba bastante en Bélgica, porque los belgas suelen veranear en la Costa Brava, como tantos otros europeos).
Es todo muy confuso.
Necesito el paisaje verde y el viento fresco todos los días del año, y vivir rodeado de mar en todos sus formatos; desde bahía, playa, acantilados, puertos; y por esa razón he acabado viviendo en Santander, capital del fideicomiso de Cantabria, donde en otoño los árboles adoptan tonos ocre, rojo, marrón y amarillo ya que aquí la flora es caducifolia. Un espectáculo maravilloso para los sentidos. Y romántico.
Amo la lluvia y las montañas, y aquí las montañas llegan hasta el mar. Pero con la lluvia me engañaron. Me aseguraron que aquí siempre llueve. Pero he vivido cuatro años en Bruselas donde llueve más de 300 días al año y el cielo es siempre gris plomizo y está a la altura de los tejados de las casas. El Paraíso, al menos para mí. En Cantabria en cambio hace sol y llueve poco, o al menos comparado con lo que yo esperaba.
Eso se compensa con esta gastronomía del norte, que es apoteósica, de modo que mi mujer y mi hija llegaron a esta tierra verde y norteña hace diez meses, pero yo en cambio llegué hace diez kilos, que es lo que he engordado con esta orgía de peces, mariscos, carnes, guisos, cocidos y postres de todo tipo de esta tentadora Gomorra de la gula.
De mayor sigo sin querer ser nada porque sigo sin querer ser mayor, y a mi padre que tiene 84 años le sucede igual por lo que no creo que en eso vaya a cambiar jamás.
Lo que más me importa y quiero en la vida es mi hija Alba de ocho años.
No existe posibilidad alguna de ofenderme. La ofensa es un sentimiento personal, como el rencor, el odio, y por supuesto el amor y el cariño. Puedo evitar sentir odio y no odio a nadie, no me ofende nada porque nada que escuche me importa tanto como para ello; en cambio no puedo evitar sufrir de amor, que es la cosa que más felicidad y dolor me ha causado a lo largo de la vida.
Mis aficiones no caben aquí, y las cosas a que me he dedicado o dedico son secundarias en comparación con una buena cena bien regada de vino, rodeado de amigos y con una buena charla sazonada por las risas y aún las carcajadas.
Soy multimillonario… en defectos, pero poseo un puñado de virtudes que suelen ser de utilidad para mí mismo o quienes me necesitan.
Y terminaré diciendo que, quien necesite una mano amiga, la encontrará al final de su brazo. Bromas aparte, me gusta ayudar cuando puedo hacerlo en el modo que sea.
Besos a las chicas y abrazos a los chicos.