La vida a bordo en un crucero de lujo

Hace unos pocos veranos, Alba y yo decidimos surcar en un crucero gigante y de lujo, en concreto el Voyager of the Seas (140.000 toneladas, un 40% más grande que un portaaviones de la serie Nimitz) de Royal Caribbean, los mares de puerto en puerto. Lo cierto es que si te lo puedes permitir, la calidad de la compañía naviera, el barco y a tripulación; hacen que varía mucho tu estancia a bordo. Además pudimos elegir una habitación -porque a eso no se le puede llamar "camarote"- exterior, con terraza, y alta. Ello tiene la particularidad de que cuanto mejor es el alojamiento que eliges, mejor es la mesa que se te asigna en el salón de gala para cenar por las noches, lo que significa que cada velada estábamos a escasas tres mesas de la del capitán. Un noruego muy simpático, por cierto.

En su día algo relaté aquí de una manera sucinta, pero la evolución de blogger y las posibilidades que ofrece me ha hecho decidirme por ilustrar mejor esta experiencia, que nos gustó tanto que en breve tenemos previsto repetir, en este caso por el Báltico.

La cama es king size, con cuádruple acolchamiento superior, colchón de dos palmos de grosor, y de dos x dos metros.

Estas estatuas egipcias las golpeé con el nudillo para explicar a Alba que eran de fibra, pero no: eran de piedra maciza. No entiendo cómo eso puede flotar.

El atrio principal, de dieciséis cubiertas.

Alba en la terraza del camarote, con la luna de fondo, y en cierto modo evocando a otro barco de este estilo que ahora hace cien años que naufragó.

 Tomando un cocktail de champagne con aroma de rosas al regreso de una excursión.

Mi niña -mayor- se despide de una bella isla desde la terraza del camarote, con la protección de la barandilla de madera.

En efecto el barco es tan desmedidamente grande, que en el centro existe una avenida de 240 metros, que además de ese hermoso descapotable de época, tiene todo tipo de bares, restaurantes, mercadillos, y sobre todo tiendas de las marcas más caras que imaginarse pueda la mente más perversa. Por suerte había caja fuerte en la habitación para dejar a buen recaudo las tarjetas de crédito. De hecho una planta entera del trasatlántico es un casino más grande que cualquiera de los que hay en tierra (240 metros de largo por 30 o 40 de ancho), lleno de ludópatas que si no me equivoco pasaron allí el viaje entero.

Desde el bar-mirador gigante de la cubierta superior, el mar se ve debajo a casi ochenta metros de altura.

 En ese bar -cuyos combinados son insuperables-, Alba posa con el mar de fondo.

 Arriba del todo hay un rocódromo para pasar un ratico entretenido.

Lo cierto es que cualquier rincón del buque está cuidado con el máximo esmero. Ya digo que sales con ganas de repetir.

El servicio era una de las mejores cosas del Barco, y quise llevarme un recuerdo del que mejor elegía y servía los vinos.

 Un postre personalizado para mi churri a base de un plato de quesos, y otro de frutas.

Alba, una noche cualquiera a la hora de cenar, en el salón de gala. El barco tenía hasta restaurante americano rocanrollero de los años cincuenta, pista de patinaje sobre hielo, todo tipo de piscinas, y lo que te puedas imaginar.

Algunas noches solía visitar el "Connoisseurs Club", donde el whisky de malta a elegir de una fabulosa selección, y un puro habano Cohiba, acompañaban la charla con otros amantes del ambiente de club. El pasaje era anglosajón casi en su totalidad.

Si tus costumbres a bordo se ajustaban a una serie de normas ecológicas y de reciclaje, muy sencillas de seguir por otra parte; además de chocolatinas, perfumes, jaboncillos, cambios de sábanas y otros agasajos de todo tipo; cada noche con una de las toallas confeccionaban un animal diferente, en este caso una raya de mar.

Esta noche le hicieron un conejito que le hizo gracia